Silvina Ocampo y el Humor Negro
domingo, 2 de enero de 2011
Silvina Ocampo: ¿Un ángel que camina entre los muertos?
Silvina Ocampo, escritora argentina, nacida el 28 de junio en Buenos Aires de 1903, y fallecida el 14 de diciembre de 1994 en la misma ciudad, era hermana de la escritora y fundadora de la Revista Sur[1], Victoria Ocampo[2], y esposa del gran narrador argentino Adolfo Bioy Casares[3].
Autora deslumbrante por la calidad literaria de sus cuentos, ha pasado a la historia de la Literatura Argentina del siglo XX por la crueldad desconcertante que supo imprimir en algunos protagonistas de sus relatos.
Nacida en el seno de una familia hondamente arraigada en los círculos culturales argentinos, su primera vocación artística la orientó hacia el cultivo de las artes plásticas; pero, tras recibir lecciones de pintura de Giorgio de Chirico[4], abandonó los pinceles y se adentró en el mundo de las Letras.
Su irrupción en el panorama literario argentino vino de la mano de un libro de cuentos, Viaje olvidado (1937), que al cabo de los años acabaría siendo objeto del desprecio de la propia escritora. Tras este mediocre estreno en la narrativa, volvió a las librerías con su primer libro de versos, titulado Enumeración de la patria (1942), en el que se sumaba a la tendencia de recuperar los modelos clásicos de la antigua poesía castellana. Idéntico esfuerzo realizó en su siguiente poemario, Espacios métricos (1945), al que siguieron, dentro del campo de la lírica, otras publicaciones como las tituladas Poemas de amor desesperado (1949), Los nombres (1953) y Pequeña antología (1954).
Tras un largo período de silencio poético en el que el cultivo de la prosa ocupó sus quehaceres literarios, en 1962 volvió a dar a la imprenta otro poemario, Lo amargo por lo dulce, que enseguida quedó considerado como uno de sus mejores logros en el género de la lírica. Finalmente, en 1972 publicó su última entrega poética, titulada Amarillo celeste.
Pero las mayores cotas literarias las alcanzó Silvina Ocampo con sus incursiones en el género de la narrativa de ficción, al que contribuyó también con valiosas aproximaciones en forma de ensayos y antologías. Dentro de una de las tendencias congregadas en torno a la Revista Sur, y constituida por autores de la talla de Jorge Luis Borges[6], Adolfo Bioy Casares, Manuel Peyrou[7] y Enrique Anderson Imbert[8], Silvina Ocampo apostó por la elevación de la literatura fantástica y policíaca a la categoría de géneros de primer orden.
En compañía de su esposo y del mencionado Borges, preparó una Antología de la literatura fantástica (1940) que se convirtió en una de las piezas emblemáticas de la mencionada corriente. Además, aquel mismo año los tres autores presentaron una Antología poética argentina. Posteriormente, volvió a colaborar con Bioy Casares, pero ahora en una obra de creación, la novela policíaca titulada Los que aman odian (1946).
A partir de entonces, se enfrascó en la escritura de numerosos relatos, que fueron viendo la luz en sucesivas recopilaciones: en 1948 apareció el volumen titulado Autobiografía de Irene, al que siguieron los relatos de La furia y otros cuentos (1959), Las invitadas (1961), El pecado mortal y otros cuentos (1966), Informe del cielo y del infierno (1969), Los días de la noche (1970), Y así sucesivamente (1987) y Cornelia frente al espejo (1988). Además de las obras ya mencionadas, Silvina Ocampo colaboró con el dramaturgo Juan Rodolfo Wilcock[10]Los traidores (1956) en la redacción del drama titulado
Los cuentos de todos estas recopilaciones están poblados de seres fantásticos que aparecen enfocados desde la ironía y el humor negro de que hace gala su autora, o bien deformados por la extraña percepción de unos narradores incompetentes, incapaces de establecer cualquier pauta ética que les permita separar el bien del mal.
Por medio de este recurso en la composición estructural de sus relatos, Silvina Ocampo consigue dejar plasmada una corrosiva crítica de las convenciones sociales de su tiempo, ya que su exagerado distanciamiento de cualquier pauta social establecida y de la realidad circundante pone un contrapunto de desasosiego -y a veces, de explícita crueldad- que amenaza con destruir el lenguaje y las estructuras tradicionales.
Por esa extrañeza con la que parecía mirar el mundo, Jorge Luis Borges dijo una vez: “Yo sospecho que para Silvina Ocampo, Silvina Ocampo es una de las tantas personas con las que tiene que alternar durante su residencia en la Tierra”.[11]
En relación a su ideología política, la escritora es acusada de profesar una tendencia de izquierda, conservadora, europeizante y antinacional. Gran influencia sobre ello, tuvo su especial vinculación con la Revista Sur, la cual tenía una tendencia antiperonista. Esto le ganó la etiqueta de oligarca, tanto a ella como a su hermana Victoria y su círculo de escritores.
En palabras de Victoria, al hablar sobre la mencionada revista: “Se nos acaba de aludir en una publicación católica de esta capital, calificándosenos de revista de izquierda. En la misma nota se deja sentado que no se pone en duda la calidad literaria de Sur.
Parece establecerse aquí una distinción entre nuestra actitud política y nuestra naturaleza literaria. Tal distinción no existe. El sentido de nuestro pensamiento y la calidad de nuestra expresión son una sola y única cosa. No sabemos lo que significa ser una revista de izquierda[13]…”
En las “posiciones” de Sur se establece el pensamiento de la revista de manera firma y clara. Sur no fue una revista neutral. Sobre todo en las cuatro primeras décadas, luchó por la libertad de pensamiento y se opuso a los totalitarismos de derecha y de izquierda y así lo señala Jaime Rest[14] en la Opinión Cultural (04/03/1979): “Sur nos advirtió incesantemente que, si bien es posible padecer infinidad de privaciones, nada es tan opresivo como la privación de la libertad de pensamiento, única herramienta apta para denunciar todas las otras privaciones; hecho por el cual el totalitarismo tanto se ensaña en ella”.
[1] Revista literaria argentina fundada por Victoria Ocampo. Desde el primer número, aparecido en el verano de 1931 hasta el número 371 publicado en 1992, ofreció a sus lectores colaboraciones de destacados escritores argentinos y extranjeros: Jorge Luis Borges, José Ortega y Gasset, Alfonso Reyes, Adolfo Bioy Casares, Pedro Henríquez Ureña, Octavio Paz, Jules Supervielle, Silvina Ocampo, Ramón Gómez de la Serna, Eduardo Mallea y tantos otros importantes escritores que a través de sesenta años hicieron de Sur un fresco imprescindible de la cultura del siglo XX.
[2] Ensayista y traductora argentina nacida en Buenos Aires en 1890. Fundadora de la Revista Sur y de la editorial del mismo nombre, en la cual publicó a autores argentinos y tradujo a importantes escritores extranjeros. Entre sus obras se destacan Testimonios (el último apareció en 1977), Habla el algarrobo (1960), Tagore en las barrancas de San Isidro (1961), La bella y sus enamorados (1964), Diálogo con Borges y Diálogo con Mallea (1969). Falleció en San Isidro en 1979.
[3] Escritor, traductor y periodista argentino, destacado autor de la literatura fantástica, nacido en Buenos Aires en el año 1914. En 1940 se casó con Silvina Ocampo, y editó la novela fantástica La invención de Morel, considerada su obra maestra, entre otras como El sueño de los héroes (1954), Guirnalda con amores (1959), El gran serafín (1967), Diario de la guerra del cerdo (1969), Historias desaforadas (1986). Falleció en Buenos Aires en 1999.
[4] Pintor italiano nacido en Grecia en 1888. Fundador del movimiento artístico Scuola metafísica cuyas obras se destacan por las imágenes que evocan ambientes sombríos y abrumadores. Falleció en Roma en 1978.
[6] Escritor argentino nacido en Buenos Aires, en 1899. En 1931 se desempeñó como colaborador de la revista fundada por Victoria Ocampo desde los primeros números y publicó reseñas bibliográficas, críticas cinematográficas, ensayos, poemas y cuentos. Junto a Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo compiló la Antología de la literatura fantástica en 1940 y, al año siguiente, la Antología poética argentina. En 1941 publicó también su libro de narraciones El jardín de senderos que se bifurcan. Falleció en Ginebra el 14 de junio de 1986.
[7] Escritor argentino nacido en San Nicolás de los Arroyos, provincia de Buenos Aires, en 1902. Participó del círculo literario integrado por la generación del cuarenta y mantuvo íntima amistad con Jorge Luis Borges. Algunas de sus obras son: La espada dormida (Cuentos, 1944) por la que recibió el Premio Municipal; El estruendo de las rosas (Novela, 1948); La noche repetida (Cuentos, 1953); y Las leyes del juego (Cuentos, 1959). Falleció en Buenos Aires, en 1974.
[8] Narrador y crítico literario argentino nacido en Córdoba, en 1910. Estudió Filosofía y Letras en la Universidad Nacional de Buenos Aires y ejerció la docencia en las universidades estadounidenses de Harvard y Michigan, como profesor de literatura hispanoamericana. Entre sus cuentos se destacan: El gato de Cheshire (1965), La locura juega al ajedrez (1971) y La botella de Klein (1975). Entre su producción ensayística cabe citar Historia de la literatura hispanoamericana (1954) Tres novelas de Payró con pícaros en tres miras (1942), La crítica literaria contemporánea (1957), Crítica interna (1960), La originalidad de Rubén Darío (1968), El realismo mágico y otros ensayos (1976) y El arte del cuento (1978). Falleció en Buenos Aires en el año 2000.
[10] Escritor, poeta y crítico argentino nacido en Buenos Aires en 1919, nacionalizado italiano. En 1942 conoció a Silvina Ocampo, Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges. Entre sus obras se destacan Libro de poemas y canciones (1940), Ensayos de poesía lírica (1945), Paseo sentimental (1946), Los traidores (en colaboración con Silvina Ocampo, 1956), El caos (1974). Falleció en Italia, en 1978.
[13] Historia de la Literatura Argentina. Los proyectos de la Vanguardia. Cap. El proyecto de la Revista “Sur”. Centro Editor de América Latina. Año 1986.
[14] Crítico literario, traductor y profesor de Literatura Europea Medieval y Moderna y Literatura Inglesa y Norteamericana en las Universidades Nacionales del Sur en Bahía Blanca y de Buenos Aires, respectivamente. En esta última institución, compartió la cátedra con Jorge Luís Borges durante varios años. Nació en 1927 en la ciudad de Buenos Aires y falleció en 1979 en la misma ciudad.
Letras de Silvina Ocampo
Actualmente, Silvina Ocampo se considera un mito de la Literatura Argentina.
La crítica en general le adjudica importancia a su obra sugerente y de cierta premeditada confusión en la que conviven sentimientos opuestos e inesperadas fracturas de las convenciones. Su temática es la literatura fantástica en la cual desliza la ironía y un humor negro eficaz con ribetes truculentos. La obra narrativa de Silvina Ocampo, supone una verdadera y distinta aproximación a la realidad circundante.
Entre los polos de la ficción y realidad en que se encuentran enmarcados, sus textos optan definitivamente por la ficción, entendida como verosimilitud ficcional, esto es, al margen de toda prueba de verdad o realidad; hecho que sitúa su producción en el centro de las experiencias vanguardistas, poniendo en primer término a la imaginación o invención, entendidos estos términos no como referencia a un mundo alternativo, mágico o maravilloso, sino en relación con la búsqueda constante de nuevas formas y expresiones narrativas; aunque las mismas cuesten enfrentarse con los instintos y pulsiones más bajos del hombre.
El morbo, lo atroz o cruel aparecen estrechamente relacionado con la figura de sus niños terribles, también en correlación con los mecanismos enunciativos presentes en sus relatos.
Su humor, cándido a veces, corrosivo otras, pero siempre unido al pudor, acompaña a toda su ficción. Jorge Luis Borges le reconoce una virtud inquietante y que a él, particularmente, le causaba “un poco de aprensión: la clarividencia. Nos ve como si fuéramos de cristal, nos ve y nos perdona”.[1]
miércoles, 8 de diciembre de 2010
Sabio quien sabe reírse de sí…
A partir de 1930, la narración argentina adquiere un rumbo fantástico en respuesta a la crisis de 1929[1]. El derrumbe económico social incide en una instancia literaria a partir de la cual se inaugura un género que permite al escritor y al lector vislumbrar la realidad a través de la opacidad de lo cotidiano y a su vez intensificar una mirada crítica con respecto a la sociedad. Dicha opacidad y mirada crítica se manifestaron a través de un mecanismo particular: la utilización del humor negro.
El humor negro se caracteriza por transformar en gracioso lo que, por norma, es serio. Es una técnica de distanciamiento hacia aquello que nos daña. Sus armas son la sátira, la ironía, la paradoja, por lo cual resulta especialmente eficaz para denunciar atrocidades a las que, por diversas circunstancias, no se les presta atención. De ahí el interés por el mismo.
Este tipo de humor viene definido por el objeto de su aplicación, esto es, cuando recae sobre temas como la muerte, la violencia, la crueldad, el salvajismo, lo obsceno, los asesinatos, las violaciones, la explotación, la pobreza, el racismo, la religión, etc. Y por el tono de su enunciado. Puede darse el caso de que el tema tratado sea más o menos banal, pero el comentario esté cargado de violencia, de fuerza desmesurada.
Su forma suele ser políticamente incorrecta, corrosiva, burlona[2]. Provocar la risa centrándose en algo atroz deja al descubierto aquellas características del ser humano que nos horroriza admitir, como la crueldad, la indiferencia, el sadismo. Así que, por lo general, después de la risa se producirá, necesariamente, una reflexión. El humor negro se relaciona con lo absurdo, el disparate, la sorpresa o lo inesperado, pero lo más importante es que obliga a ver otro punto de vista.
Este mundo inestable de la década del 30 generaba una mirada incrédula en los grupos artísticos como por ejemplo los escritores Bioy Casares, Silvina Ocampo, José Bianco[3] y Jorge Luis Borges; quienes colaboraban con la ya mencionada Revista Sur.
Dichos escritores, reflejaban en sus textos el resquebrajamiento de la sociedad en que se gestan. Espacios suntuosos, decadentes, habituados por personajes cuyas peripecias exceden las costumbres de la clase que denotan; diseñan un universo cerrado que se distancia de su referente sin dejar de convocarlo.
Este tipo de narrativa apunta a desbaratar cualquier intento de certeza o estabilidad en las relaciones referenciales, mientras que la actitud de los personajes es conjetural y ambigua. Una de las marcas más reconocibles del género es la inseguridad que provoca la lectura de los relatos fantásticos cuando lo que postulan es confrontado con los paradigmas de la razón.
[1] Los efectos de la crisis mundial influyeron en la Argentina tanto en la política como en la economía, la cual tuvo que afrontar ciertos problemas como la caída de los precios de sus exportaciones, el fin de los créditos, el agotamiento de los diversos pagos disponibles para pagar las importaciones comprometidas y la reducción de los ingresos del estado que dependían de los impuestos de comercio internacional. En este período gobernaba el país Hipólito Yrigoyen.
[2]Sanfeliu, Miguel. El humor negro en www.ciertadistancia.blogspot.com (06-08-2010)
[3] Escritor y traductor argentino nacido en Buenos Aires en 1908. Fue colaborador, luego secretario y finalmente jefe de redacción de la revista Sur entre 1938 y 1961, años en que esta publicación alcanzó su mayor repercusión internacional. En 1941 aparece Sombras suele vestir (que fue incluido en la Antología de la literatura fantástica, de Jorge Luís Borges, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares). Ficción y Realidad, recopilación de ensayos aparecidos en Sur y otras publicaciones, aparece en 1977. Falleció en Buenos Aires en 1986.
jueves, 11 de noviembre de 2010
La cabeza pegada al vidrio
Desde hacía quince años Mlle. Dargére tenía a su cargo una colonia de niños débiles que había sido fundada por una de sus abuelas. La casa estaba situada a la orilla del mar y ella desde su juventud había vivido en la parte lateral del asilo, en el último piso de la torre.
En los primeros tiempos vivía en el primer piso, pero de noche en los vidrios de la ventana se le aparecía la cabeza de un hombre en llamas. Una cabeza espantosamente roja, pegada al vidrio como las pinturas de los vitraux. Se mudó al segundo piso: la misma cabeza la perseguía. Se mudó al tercer piso: la misma cabeza la perseguía; se mudó de todos los cuartos de la casa con el mismo resultado.
Mlle. Dargére era extremadamente bonita y los chicos la querían, pero una preocupación constante se le instaló en el entrecejo en forma de arrugas verticales que estropeaban un poco su belleza. Sus noches se llenaban de insomnios y en sus desvelos oía los coros de los sueños de los niños subir, con blancura de camisón, de los dormitorios de veinte camas en donde depositaba besos cotidianos.
Las mañanas eran diáfanas a la orilla del mar; los chicos salían todos vestidos con trajes de baño demasiado largos que se enredaban en las olas. No era la culpa de los trajes, pensaba Mlle. Dargére apoyada contra la balaustrada de la terraza; los chicos no podían usar sino trajes hechos a medida, para no quedar ridículos. Tenían un bañero negro que los mortificaba diariamente con una zambullida dolorosa, que lo resguardaba a él sólo, cuidadosamente, de las olas. Pero ella no podía oír llorar a los chicos y se acordaba del suplicio de los baños con bañeros en su infancia, que habían llenado su vida de sueños eternos de maremotos. Se bañaba de tarde con el agua a la altura de las rodillas, cuando la playa estaba desierta; entonces llevaba a veces un libro que no leía y se acostaba sobre la arena después del baño; era el único momento del día en que descansaba. Era la madre de ciento cincuenta chicos pálidos a pesar del sol, flacos a pesar de la alimentación estudiada por los médicos, histéricos a pesar de la vida sana que llevaban.
Mlle. Dargére derramaba su prestigio de belleza sobre ellos. Su proximidad los serenaba un poco y los engordaba más que los alimentos estudiados por los mejores médicos, pero la cabeza del hombre en llamas seguía de noche en la ventana hasta que llegó a ser una horrible cosa necesaria que se busca detrás de las cortinas.
Una noche no durmió un solo minuto; la cabeza estaba ausente, la buscó detrás de las cortinas, y la desveló esta vez la posibilidad de poder dormir tranquila: la cabeza parecía haberse perdido para siempre.
A la mañana siguiente, en los dormitorios, una extraña exasperación retenía a los chicos al borde de las lágrimas. Llantos contenidos se amontonaban en las bocas. Mlle. Dargére creyó ver un asilo de ancianos en traje de baño azul marino desfilando hacia la playa. Carolina, su preferida, la única que tenía un cuerpo capaz de rellenar el traje de baño, se escapó de entre sus brazos.
La playa esa mañana se llenó de llantos obscuros y atorados dentro de las olas.
Mlle. Dargére, después de apoyar su melancolía sobre la balaustrada, que fue como una despedida a la belleza, subió corriendo hasta el espejo de su cuarto. La cabeza del hombre en llamas se le apareció del otro lado; vista de tan cerca era una cabeza picada de viruela y tenía la misma emotividad de los flanes bien hechos. Mlle. Dargére atribuyó el arrebato de su cara a las quemaduras del sol que se derraman en líquidos hirvientes sobre las pieles finas. Se puso compresas de óleo calcáreo, pero la imagen de la cabeza en llamas se había radicado en el espejo.
viernes, 9 de julio de 2010
Cielo de claraboyas
La reja del ascensor tenía flores con cáliz dorado y follajes rizados de fierro negro, donde se enganchan los ojos cuando uno está triste viendo desenvolverse, hipnotizados por las grandes serpientes, los cables del ascensor.
Era la casa de mi tía más vieja adonde me llevaban los sábados de visita. Encima del hall de esa casa con cielo de claraboyas había otra casa misteriosa en donde se veía vivir a través de los vidrios una familia de pies aureolados como santos. Leves sombras subían sobre el resto de los cuerpos dueños de aquellos pies, sombras achatadas como las manos vistas a través del agua de un baño. Había dos pies chiquitos, y tres pares de pies grandes, dos con tacos altos y finos de pasos cortos. Viajaban baúles con ruido de tormenta, pero la familia no viajaba nunca y seguía sentada en el mismo cuarto desnudo, desplegando diarios con músicas que brotaban incesantes de una pianola que se atrancaba siempre en la misma nota. De tarde en tarde, había voces que rebotaban como pelotas sobre el piso de abajo y se acallaban contra la alfombra.
Una noche de invierno anunciaba las nueve en un reloj muy alto de madera, que crecía como un árbol a la hora de acostarse; por entre las rendijas de las ventanas pesadas de cortinas, siempre con olor a naftalina, entraban chiflones helados que movían la sombra tropical de una planta en forma de palmera. La calle estaba llena de vendedores de diarios y de frutas, tristes como despedidas en la noche. No había nadie ese día en la casa de arriba, salvo el llanto pequeño de una chica (a quien acababan de darle un beso para que se durmiera), que no quería dormirse, y la sombra de una pollera disfrazada de tía, como un diablo negro con los pies embotinados de institutriz perversa. Una voz de cejas fruncidas y de pelo de alambre que gritaba "¡Celestina, Celestina!", haciendo de aquel nombre un abismo muy oscuro. Y después que el llanto disminuyó despacito... aparecieron dos piecitos desnudos saltando a la cuerda, y una risa y otra risa caían de los pies desnudos de Celestina en camisón, saltando con un caramelo guardado en la boca. Su camisón tenía forma de nube sobre los vidrios cuadriculados y verdes. La voz de los pies embotinados crecía: "¡Celestina, Celestina!". Las risas le contestaban cada vez más claras, cada vez más altas. Los pies des- nudos saltaban siempre sobre la cuerda ovalada bailando mientras cantaba una caja de música con una muñeca encima.
Se oyeron pasos endemoniados de botines muy negros, atados con cordones que al desatarse provocan accesos mortales de rabia. La falda con alas de demonio volvió a revolotear sobre los vidrios; los pies desnudos dejaron de saltar; los pies corrían en rondas sin alcanzarse; la falda corría detrás de los piecitos desnudos, alargando los brazos con las garras abiertas, y un mechón de pelo quedó suspendido, prendido de las manos de la falda negra, y brotaban gritos de pelo tironeado.
El cordón de un zapato negro se desató, y fue una zancadilla sobre otro pie de la falda furiosa. Y de nuevo surgió una risa de pelo suelto, y la voz negra gritó, haciendo un pozo oscuro sobre el suelo: "¡Voy a matarte!". Y como un trueno que rompe un vidrio, se oyó el ruido de jarra de loza que se cae al suelo, volcando todo su contenido, derramándose densamente, lentamente, en silencio, un silencio profundo, como el que precede al llanto de un chico golpeado.
Despacito fue dibujándose en el vidrio una cabeza partida en dos, una cabeza donde florecían rulos de sangre atados con moños. La mancha se agrandaba. De una rotura del vidrio empezaron a caer anchas y espesas gotas petrificadas como soldaditos de lluvia sobre las baldosas del patio. Había un silencio inmenso; parecía que la casa entera se había trasladado al campo; los sillones hacían ruedas de silencio alrededor de las visitas del día anterior.
La falda volvió a volar en torno de la cabeza muerta: "¡Celestina, Celestina!", y un fierro golpeaba con ritmo de saltar a la cuerda.
Las puertas se abrían con largos quejidos y todos los pies que entraron se transformaron en rodillas. La claraboya era de ese verde de los frascos de colonia en donde nadaban las faldas abrazadas. Ya no se veía ningún pie y la falda negra se había vuelto santa, más arrodillada que ninguna sobre el vidrio.
Celestina cantaba Les Cloches de Corneville, corriendo con Leonor detrás de los árboles de la plaza, alrededor de la estatua de San Martín. Tenía un vestido marinero y un miedo horrible de morirse al cruzar las calles.