miércoles, 8 de diciembre de 2010

Sabio quien sabe reírse de sí…


A partir de 1930, la narración argentina adquiere un rumbo fantástico en respuesta a la crisis de 1929[1]. El derrumbe económico social incide en una instancia literaria a partir de la cual se inaugura un género que permite al escritor y al lector vislumbrar la realidad a través de la opacidad de lo cotidiano y a su vez intensificar una mirada crítica con respecto a la sociedad. Dicha opacidad y mirada crítica se manifestaron a través de un mecanismo particular: la utilización del humor negro.

El humor negro se caracteriza por transformar en gracioso lo que, por norma, es serio. Es una técnica de distanciamiento hacia aquello que nos daña. Sus armas son la sátira, la ironía, la paradoja, por lo cual resulta especialmente eficaz para denunciar atrocidades a las que, por diversas circunstancias, no se les presta atención. De ahí el interés por el mismo.

Este tipo de humor viene definido por el objeto de su aplicación, esto es, cuando recae sobre temas como la muerte, la violencia, la crueldad, el salvajismo, lo obsceno, los asesinatos, las violaciones, la explotación, la pobreza, el racismo, la religión, etc. Y por el tono de su enunciado. Puede darse el caso de que el tema tratado sea más o menos banal, pero el comentario esté cargado de violencia, de fuerza desmesurada.

Su forma suele ser políticamente incorrecta, corrosiva, burlona[2]. Provocar la risa centrándose en algo atroz deja al descubierto aquellas características del ser humano que nos horroriza admitir, como la crueldad, la indiferencia, el sadismo. Así que, por lo general, después de la risa se producirá, necesariamente, una reflexión. El humor negro se relaciona con lo absurdo, el disparate, la sorpresa o lo inesperado, pero lo más importante es que obliga a ver otro punto de vista.

Este mundo inestable de la década del 30 generaba una mirada incrédula en los grupos artísticos como por ejemplo los escritores Bioy Casares, Silvina Ocampo, José Bianco[3] y Jorge Luis Borges; quienes colaboraban con la ya mencionada Revista Sur.

Dichos escritores, reflejaban en sus textos el resquebrajamiento de la sociedad en que se gestan. Espacios suntuosos, decadentes, habituados por personajes cuyas peripecias exceden las costumbres de la clase que denotan; diseñan un universo cerrado que se distancia de su referente sin dejar de convocarlo.

Este tipo de narrativa apunta a desbaratar cualquier intento de certeza o estabilidad en las relaciones referenciales, mientras que la actitud de los personajes es conjetural y ambigua. Una de las marcas más reconocibles del género es la inseguridad que provoca la lectura de los relatos fantásticos cuando lo que postulan es confrontado con los paradigmas de la razón.



[1] Los efectos de la crisis mundial influyeron en la Argentina tanto en la política como en la economía, la cual tuvo que afrontar ciertos problemas como la caída de los precios de sus exportaciones, el fin de los créditos, el agotamiento de los diversos pagos disponibles para pagar las importaciones comprometidas y la reducción de los ingresos del estado que dependían de los impuestos de comercio internacional. En este período gobernaba el país Hipólito Yrigoyen.

[2]Sanfeliu, Miguel. El humor negro en www.ciertadistancia.blogspot.com (06-08-2010)

[3] Escritor y traductor argentino nacido en Buenos Aires en 1908. Fue colaborador, luego secretario y finalmente jefe de redacción de la revista Sur entre 1938 y 1961, años en que esta publicación alcanzó su mayor repercusión internacional. En 1941 aparece Sombras suele vestir (que fue incluido en la Antología de la literatura fantástica, de Jorge Luís Borges, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares). Ficción y Realidad, recopilación de ensayos aparecidos en Sur y otras publicaciones, aparece en 1977. Falleció en Buenos Aires en 1986.

jueves, 11 de noviembre de 2010

La cabeza pegada al vidrio

Desde hacía quince años Mlle. Dargére tenía a su cargo una colonia de niños débiles que había sido fundada por una de sus abuelas. La casa estaba situada a la orilla del mar y ella desde su juventud había vivido en la parte lateral del asilo, en el último piso de la torre.

En los primeros tiempos vivía en el primer piso, pero de noche en los vidrios de la ventana se le aparecía la cabeza de un hombre en llamas. Una cabeza espantosamente roja, pegada al vidrio como las pinturas de los vitraux. Se mudó al segundo piso: la misma cabeza la perseguía. Se mudó al tercer piso: la misma cabeza la perseguía; se mudó de todos los cuartos de la casa con el mismo resultado.

Mlle. Dargére era extremadamente bonita y los chicos la querían, pero una preocupación constante se le instaló en el entrecejo en forma de arrugas verticales que estropeaban un poco su belleza. Sus noches se llenaban de insomnios y en sus desvelos oía los coros de los sueños de los niños subir, con blancura de camisón, de los dormitorios de veinte camas en donde depositaba besos cotidianos.

Las mañanas eran diáfanas a la orilla del mar; los chicos salían todos vestidos con trajes de baño demasiado largos que se enredaban en las olas. No era la culpa de los trajes, pensaba Mlle. Dargére apoyada contra la balaustrada de la terraza; los chicos no podían usar sino trajes hechos a medida, para no quedar ridículos. Tenían un bañero negro que los mortificaba diariamente con una zambullida dolorosa, que lo resguardaba a él sólo, cuidadosamente, de las olas. Pero ella no podía oír llorar a los chicos y se acordaba del suplicio de los baños con bañeros en su infancia, que habían llenado su vida de sueños eternos de maremotos. Se bañaba de tarde con el agua a la altura de las rodillas, cuando la playa estaba desierta; entonces llevaba a veces un libro que no leía y se acostaba sobre la arena después del baño; era el único momento del día en que descansaba. Era la madre de ciento cincuenta chicos pálidos a pesar del sol, flacos a pesar de la alimentación estudiada por los médicos, histéricos a pesar de la vida sana que llevaban.

Mlle. Dargére derramaba su prestigio de belleza sobre ellos. Su proximidad los serenaba un poco y los engordaba más que los alimentos estudiados por los mejores médicos, pero la cabeza del hombre en llamas seguía de noche en la ventana hasta que llegó a ser una horrible cosa necesaria que se busca detrás de las cortinas.

Una noche no durmió un solo minuto; la cabeza estaba ausente, la buscó detrás de las cortinas, y la desveló esta vez la posibilidad de poder dormir tranquila: la cabeza parecía haberse perdido para siempre.

A la mañana siguiente, en los dormitorios, una extraña exasperación retenía a los chicos al borde de las lágrimas. Llantos contenidos se amontonaban en las bocas. Mlle. Dargére creyó ver un asilo de ancianos en traje de baño azul marino desfilando hacia la playa. Carolina, su preferida, la única que tenía un cuerpo capaz de rellenar el traje de baño, se escapó de entre sus brazos.

La playa esa mañana se llenó de llantos obscuros y atorados dentro de las olas.

Mlle. Dargére, después de apoyar su melancolía sobre la balaustrada, que fue como una despedida a la belleza, subió corriendo hasta el espejo de su cuarto. La cabeza del hombre en llamas se le apareció del otro lado; vista de tan cerca era una cabeza picada de viruela y tenía la misma emotividad de los flanes bien hechos. Mlle. Dargére atribuyó el arrebato de su cara a las quemaduras del sol que se derraman en líquidos hirvientes sobre las pieles finas. Se puso compresas de óleo calcáreo, pero la imagen de la cabeza en llamas se había radicado en el espejo.

viernes, 9 de julio de 2010

Cielo de claraboyas


La reja del ascensor tenía flores con cáliz dorado y follajes rizados de fierro negro, donde se enganchan los ojos cuando uno está triste viendo desenvolverse, hipnotizados por las grandes serpientes, los cables del ascensor.

Era la casa de mi tía más vieja adonde me llevaban los sábados de visita. Encima del hall de esa casa con cielo de claraboyas había otra casa misteriosa en donde se veía vivir a través de los vidrios una familia de pies aureolados como santos. Leves sombras subían sobre el resto de los cuerpos dueños de aquellos pies, sombras achatadas como las manos vistas a través del agua de un baño. Había dos pies chiquitos, y tres pares de pies grandes, dos con tacos altos y finos de pasos cortos. Viajaban baúles con ruido de tormenta, pero la familia no viajaba nunca y seguía sentada en el mismo cuarto desnudo, desplegando diarios con músicas que brotaban incesantes de una pianola que se atrancaba siempre en la misma nota. De tarde en tarde, había voces que rebotaban como pelotas sobre el piso de abajo y se acallaban contra la alfombra.

Una noche de invierno anunciaba las nueve en un reloj muy alto de madera, que crecía como un árbol a la hora de acostarse; por entre las rendijas de las ventanas pesadas de cortinas, siempre con olor a naftalina, entraban chiflones helados que movían la sombra tropical de una planta en forma de palmera. La calle estaba llena de vendedores de diarios y de frutas, tristes como despedidas en la noche. No había nadie ese día en la casa de arriba, salvo el llanto pequeño de una chica (a quien acababan de darle un beso para que se durmiera), que no quería dormirse, y la sombra de una pollera disfrazada de tía, como un diablo negro con los pies embotinados de institutriz perversa. Una voz de cejas fruncidas y de pelo de alambre que gritaba "¡Celestina, Celestina!", haciendo de aquel nombre un abismo muy oscuro. Y después que el llanto disminuyó despacito... aparecieron dos piecitos desnudos saltando a la cuerda, y una risa y otra risa caían de los pies desnudos de Celestina en camisón, saltando con un caramelo guardado en la boca. Su camisón tenía forma de nube sobre los vidrios cuadriculados y verdes. La voz de los pies embotinados crecía: "¡Celestina, Celestina!". Las risas le contestaban cada vez más claras, cada vez más altas. Los pies des- nudos saltaban siempre sobre la cuerda ovalada bailando mientras cantaba una caja de música con una muñeca encima.

Se oyeron pasos endemoniados de botines muy negros, atados con cordones que al desatarse provocan accesos mortales de rabia. La falda con alas de demonio volvió a revolotear sobre los vidrios; los pies desnudos dejaron de saltar; los pies corrían en rondas sin alcanzarse; la falda corría detrás de los piecitos desnudos, alargando los brazos con las garras abiertas, y un mechón de pelo quedó suspendido, prendido de las manos de la falda negra, y brotaban gritos de pelo tironeado.

El cordón de un zapato negro se desató, y fue una zancadilla sobre otro pie de la falda furiosa. Y de nuevo surgió una risa de pelo suelto, y la voz negra gritó, haciendo un pozo oscuro sobre el suelo: "¡Voy a matarte!". Y como un trueno que rompe un vidrio, se oyó el ruido de jarra de loza que se cae al suelo, volcando todo su contenido, derramándose densamente, lentamente, en silencio, un silencio profundo, como el que precede al llanto de un chico golpeado.

Despacito fue dibujándose en el vidrio una cabeza partida en dos, una cabeza donde florecían rulos de sangre atados con moños. La mancha se agrandaba. De una rotura del vidrio empezaron a caer anchas y espesas gotas petrificadas como soldaditos de lluvia sobre las baldosas del patio. Había un silencio inmenso; parecía que la casa entera se había trasladado al campo; los sillones hacían ruedas de silencio alrededor de las visitas del día anterior.

La falda volvió a volar en torno de la cabeza muerta: "¡Celestina, Celestina!", y un fierro golpeaba con ritmo de saltar a la cuerda.

Las puertas se abrían con largos quejidos y todos los pies que entraron se transformaron en rodillas. La claraboya era de ese verde de los frascos de colonia en donde nadaban las faldas abrazadas. Ya no se veía ningún pie y la falda negra se había vuelto santa, más arrodillada que ninguna sobre el vidrio.

Celestina cantaba Les Cloches de Corneville, corriendo con Leonor detrás de los árboles de la plaza, alrededor de la estatua de San Martín. Tenía un vestido marinero y un miedo horrible de morirse al cruzar las calles.

miércoles, 7 de julio de 2010

El vestido de terciopelo


Sudando, secándonos la frente con pañuelos, que humedecimos en la fuente de la Recoleta, llegamos a esa casa, con jardín, de la calle Ayacucho. ¡Qué risa!

Subimos en el ascensor al cuarto piso. Yo estaba malhumorada, porque no quería salir, pues mi vestido estaba sucio y pensaba dedicar la tarde a lavar y a planchar la colcha de mi camita. Tocamos el timbre: nos abrieron la puerta y entramos, Casilda y yo, en la casa, con el paquete. Casilda es modista. Vivimos en Burzaco y nuestros viajes a la capital la enferman, sobre todo cuando tenemos que ir al barrio norte, que queda tan a trasmano. De inmediato Casilda pidió un vaso de agua a la sirvienta para tomar la aspirina que llevaba en el monedero. La aspirina cayó al suelo con vaso y monedero. ¡Qué risa!

Subimos una escalera alfombrada (olía a naftalina), precedidas por la sirvienta, que nos hizo pasar al dormitorio de la señora Cornelia Catalpina, cuyo nombre fue un martirio para mi memoria. El dormitorio era todo rojo, con cortinajes blancos y había espejos con marcos dorados. Durante un siglo esperamos que la señora llegara del cuarto contiguo, donde la oíamos hacer gárgaras y discutir con voces diferentes. Entró su perfume y después de unos instantes, ella con otro perfume. Quejándose, nos saludó:

–¡Qué suerte tienen ustedes de vivir en las afueras de Buenos Aires! Allí no hay hollín, por lo menos. Habrá perros rabiosos y quema de basuras... Miren la colcha de mi cama. ¿Ustedes creen que es gris? No. Es blanca. Un ampo de nieve –me tomó del mentón y agregó–:

–No te preocupan estas cosas. ¡Qué edad feliz! Ocho años tienes, ¿verdad? –y dirigiéndose a Casilda; agregó–:

–¿Por qué no le coloca una piedra sobre la cabeza para que no crezca? De la edad de nuestros hijos depende nuestra juventud.

Todo el mundo creía que mi amiga Casilda era mi mamá. ¡Qué risa!

–Señora, ¿quiere probarse? –dijo Casilda, abriendo el paquete que estaba prendido con alfileres. Me ordenó:

–Alcanza de mi cartera los alfileres.

–¡Probarse! ¡Es mi tortura! ¡Si alguien se probara los vestidos por mí, qué feliz sería! Me cansa tanto.

La señora se desvistió y Casilda trató de ponerle el vestido de terciopelo.

–¿Para cuándo el viaje, señora? –le dijo para distraerla.

La señora no podía contestar. El vestido no pasaba por sus hombros: algo lo detenía en el cuello. ¡Qué risa!

–El terciopelo se pega mucho, señora, y hoy hace calor. Pongámosle un poquito de talco.

–Sáquemelo, que me asfixio –exclamó la señora.

Casilda le quitó el vestido y la señora se sentó sobre el sillón, a punto de desvanecerse.

–¿Para cuándo será el viaje, señora? –volvió a preguntar Casilda para distraerla.

–Me iré en cualquier momento. Hoy día, con los aviones, uno se va cuando quiere. El vestido tendrá que estar listo. Pensar que allí hay nieve. Todo es blanco, limpio, y brillante.

–Se va a París, ¿no?

–Iré también a Italia.

–¿Vuelve a probarse el vestido, señora? En seguida terminamos.

La señora asintió dando un suspiro.

–Levante los dos brazos para que le pasemos primero las dos mangas –dijo Casilda, tomando el vestido y poniéndoselo de nuevo.

Durante algunos segundos Casilda trató inútilmente de bajar la falda, para que resbalara sobre las caderas de la señora. Yo la ayudaba lo mejor que podía. Finalmente consiguió ponerle el vestido. Durante unos instantes la señora descansó extenuada, sobre el sillón; luego se puso de pie para mirarse en el espejo. ¡El vestido era precioso y complicado! Un dragón bordado de lentejuelas negras, brillaba sobre el lado izquierdo de la bata. Casilda se arrodilló, mirándola en el espejo, y le redondeó el ruedo de la falda. Luego se puso de pie y comenzó a colocar alfileres en los dobleces de la bata, en el cuello, en las mangas. Yo tocaba el terciopelo: era áspero cuando pasaba la mano para un lado y suave cuando la pasaba para el otro. El contacto de la felpa hacía rechinar mis dientes. Los alfileres caían sobre el piso de madera y yo los recogía religiosamente uno por uno. ¡Qué risa!

–¡Qué vestido! Creo que no hay otro modelo tan precioso en todo Buenos Aires –dijo Casilda, dejando caer un alfiler que tenía entre sus dientes–. ¿No le agrada, señora?

–Muchísimo. El terciopelo es el género que más me gusta. Los géneros son como las flores: uno tiene sus preferencias. Yo comparo el terciopelo a los nardos.

–¿Le gusta el nardo? Es tan triste –protestó Casilda.

–El nardo es mi flor preferida, y sin embargo me hace daño. Cuando aspiro su olor me descompongo. El terciopelo hace rechinar mis dientes, me eriza, como me erizaban los guantes de hilo en la infancia y, sin embargo, para mí no hay en el mundo otro género comparable. Sentir su suavidad en mi mano, me atrae aunque a veces me repugne. ¡Qué mujer está mejor vestida que aquella que se viste de terciopelo negro! Ni un cuello de puntilla le hace falta, ni un collar de perlas; todo estaría de más. El terciopelo se basta a sí mismo. Es suntuoso y es sobrio.

Cuando terminó de hablar, la señora respiraba con dificultad. El dragón también. Casilda tomó un diario que estaba sobre una mesa y la abanicó, pero la señora la detuvo, pidiéndole que no le echara aire, porque el aire le hacía mal. ¡Qué risa!

En la calle oí gritos de los vendedores ambulantes. ¿Qué vendían? ¿Frutas, helados, tal vez? El silbato del afilador, y el tilín del barquillero recorrían también la calle. No corrí a la ventana, para curiosear, como otras veces. No me cansaba de contemplar las pruebas de este vestido con un dragón de lentejuelas. La señora volvió a ponerse de pie y se detuvo de nuevo frente al espejo tambaleando. El dragón de lentejuelas también tambaleó. El vestido ya no tenía casi ningún defecto, sólo un imperceptible frunce debajo de los dos brazos. Casilda volvió a tomar los alfileres para colocarlos peligrosamente en aquellas arrugas de género sobrenatural, que sobraban.

–Cuando seas grande –me dijo la señora– te gustará llevar un vestido de terciopelo, ¿no es cierto?

–Sí –respondí, y sentí que el terciopelo de ese vestido me estrangulaba el cuello con manos enguantadas. ¡Qué risa!

–Ahora me quitaré el vestido –dijo la señora.

Casilda la ayudó a quitárselo tomándolo del ruedo de la falda con las dos manos. Forcejeó inútilmente durante algunos segundos, hasta que volvió a acomodarle el vestido.

–Tendré que dormir con éldijo la señora, frente al espejo, mirando su rostro pálido y el dragón que temblaba sobre los latidos de su corazón–. Es maravilloso el terciopelo, pero pesa –llevó la mano a la frente–. Es una cárcel. ¿Cómo salir? Deberían hacerse vestidos de telas inmateriales como el aire, la luz o el agua.

–Yo le aconsejé la seda naturalprotestó Casilda.

La señora cayó al suelo y el dragón se retorció. Casilda se inclinó sobre su cuerpo hasta que el dragón quedó inmóvil. Acaricié de nuevo el terciopelo que parecía un animal. Casilda dijo melancólicamente:

–Ha muerto. ¡Me costó tanto hacer este vestido! ¡Me costó tanto, tanto!

¡Qué risa!

Celestina


Era la persona más importante de la casa. Manejaba la cocina y las llaves de las alacenas. Era necesario complacerla.

Para que fuera feliz, había que darle malas noticias: esas noticias eran tónicos para su cuerpo, deleites para su espíritu.

Celestina, hoy, mientras daba a luz, murió de un ataque al corazón la señora Celina Romero, aquella mujer simpática y bondadosa, a quien convidó usted con carbonada y niños envueltos. Nadie se ocupará del hijo, que tiene dos cabezas y una sola oreja.

–¿Y en todo lo demás el niño es normal?

–No. Tiene el talón del pie colocado adelante, los dedos en el talón, además de las pestañas dentro de los párpados. Hablan de hacerle una operación.

–¡Qué pavada operar a un recién nacido!

Celestina se incorporaba en la silla, como en el agua una flor marchita, y revivía.

–Celestina, hay terremotos en Chile; maremotos también. Ciudades enteras han desaparecido. Los ríos se transforman en montañas, las montañas en ríos. Se desbordan, se vienen abajo. Predicen el fin del mundo.

Celestina sonreía misteriosamente. Ella que era tan pálida, se sonrojaba un poco.

–¿Cuántos muertos? –preguntaba.

–Todavía no se sabe. Muchos han desaparecido.

–¿Podría mostrarme el diario?

Le mostrábamos el diario, con las fotografías de los desastres. Las guardaba sobre su corazón.

–¡Qué broma! –respondía.

–Celestina, la criminalidad infantil aumenta. Ayer, mientras el señor Ismael Rébora, que usted conoce, dormía, con la dosis habitual de somnífero, su nieto, Amílcar, de ocho años de edad, con el cuchillo que utilizaba para sacar punta a los lápices y a las cañas de bambú, le infirió varias heridas mortales. El señor Ismael Rébora tuvo tiempo de encender la luz para ver como le asestaban la cuarta puñalada y comprobar que el autor del hecho, no sólo era un niño, sino su nieto, amargura que para él duró la fracción de un segundo, pero no para su familia, que ocultó el asesinato con éxito, y que tiene que convivir ahora con un pequeño criminal que asesinará con el tiempo al resto de la familia.

–A lo mejor –respondía Celestina.

Durante horas fue amable, bondadosa, alegre, casi bonita; tarareaba una canción española, que expresaba claramente su regocijo.

Celestina podía vivir en carne propia las malas noticias.

–Esta casa está incendiándose –le dijeron un día–. Los bomberos ya están al pie del edificio, tratando de apagar el incendio. No, no es una broma. De los grifos, en vez de agua, salen llamas. No podemos salvarnos, porque la escalera que da al pasillo de la puerta de calle está ardiendo y la de servicio está obstruida por los tirantes de madera que cayeron. De cada ventana se asoma el fuego, con sus ojos de anguila eléctrica.

Celestina, reconfortada con la mala noticia, se salvó del incendio sin una quemadura. Los otros inquilinos de la casa murieron o se salvaron con quemaduras de tercer grado.

A veces, por increíble que parezca, no hay malas noticias en los diarios. Es difícil, pero sucede. Entonces, hay que inventar crímenes, asaltos, muertes sobrenaturales, pestes, movimientos sísmicos, naufragios, accidentes de aviación o de tren, pero estas invenciones no satisfacen a Celestina. Mira con cara incrédula a su interlocutor.

Y llegó un día en que tuvimos sólo buenas noticias, y la imposibilidad de inventar malas noticias.

–¿Qué hacemos? –preguntaron Adela, Gertrudis y Ana.

–¿Buenas noticias? No hay que dárselas –dije, pues me había encariñado con Celestina.

–Algunas poquitas no le harán daño –dijeron.

–Por pocas que sean, le harán daño –protesté–. Es capaz de cualquier cosa.

Nos secreteábamos en las puertas. ¡Aquel último accidente, horrible, que yo le había anunciado, la dejó tan contenta! Fui personalmente a ver el tren descarrilado, a revisar los vagones en busca de un mechón de pelo, de un brazo mutilado para describírselo.

Como si hubiera presentido que estábamos preparándole una emboscada, nos llamó.

–¿Qué hacen? ¿Qué están complotando, niñas?

–Tenemos una buena noticia –dijo Adela, cruelmente.

Celestina palideció, pero creyó que se trataba de una broma. El sillón de mimbre donde estaba sentada, crujió debajo de su falda oscura.

–No te creo –dijo–. Sólo hay malas noticias en este mundo.

–Pues, no, Celestina. Los diarios están llenos de buenas noticias –dijo Ana, con los ojos brillantes–. De acuerdo con las estadísticas, se han podido combatir eficazmente las peores enfermedades.

–Son cuentos –musitó Celestina–. ¿Y tú, con esa carita triste, qué noticia me traes? –me dijo débilmente, con una última esperanza.

–Los crímenes han disminuido notablemente –exclamó Adela.

En cuanto a la leucemia, es una historia antigua –musitó Gertrudis.

–Y yo gané a la lotería –dijo Ana diabólicamente, sacando un billete del bolsillo.

Esas voces agrias, anunciando noticias alegres, no auguraban nada bueno. Celestina cayó muerta.

martes, 6 de julio de 2010

Mimoso


Desde hacía cinco días Mimoso agonizaba. Mercedes con una cucharita le daba leche, jugo de frutas y té. Mercedes llamó por teléfono al embalsamador, dio la altura y el largo del perro y pidió los precios. Embalsamarlo iba a costar casi un mes de sueldo. Cortó la comunicación y pensó llevarlo inmediatamente para que no se estropeara demasiado. Al mirarse en el espejo vio que sus ojos estaban muy hinchados por el llanto y decidió esperar la muerte de Mimoso. Junto a la estufa de kerosene, colocó un platito y volvió a darle leche al perro, con la cucharita. Ya no abría la boca y la leche se derramó por el suelo. A las ocho llegó el marido, lloraron juntos y se consolaron pensando en el embalsamamiento. Imaginaron al perro a la entrada de la habitación, con sus ojos de vidrio, cuidando simbólicamente la casa.

A la mañana siguiente Mercedes metió al perro adentro de una bolsa. No estaba muerto, tal vez. Hizo un paquete con arpillera y papel de diario para no llamar la atención en el colectivo y lo llevó a la tienda del embalsamador. En el escaparate de la casa vio muchos pájaros, monos embalsamados y víboras. La hicieron esperar. El hombre apareció en mangas de camisa, fumando un cigarro toscano. Tomó el paquete, diciendo:

–Me trajo el perro. ¿Cómo lo quiere? –Mercedes parecía no comprender–. El hombre trajo un álbum lleno de dibujos.

–¿Lo quiere sentado, acostado o parado? ¿Sobre un soporte de madera negra o pintadito de blanco? ¿Cómo lo quiere?

Mercedes miró sin ver nada:

–Sentadito, con las patitas cruzadas.

–¿Con las patitas cruzadas? –repitió el hombre, como si no le gustara.

–Como usted quiera –dijo Mercedes, ruborizándose.

Hacía calor, un calor sofocante. Mercedes se quitó el abrigo.

–Vamos a ver al animal –dijo el hombre, abriendo el paquete. Tomó a Mimoso por las patas traseras, y continuó:

–No está tan gordito como su dueña –y lanzó una carcajada. La miró de arriba abajo y ella bajó los ojos y vio sus pechos bajo el sweater demasiado ajustado. –Cuando lo vea listo le va a dar ganas de comerlo.

Bruscamente, Mercedes se cubrió con el abrigo. Retorció entre sus manos sus guantes negros de cabritilla y dijo, tratando de contener sus deseos de abofetear o de quitar el perro al hombre:

–Quiero que tenga un soporte de madera como aquél –le enseñó el que sostenía una paloma mensajera.

–Veo que la señora tiene buen gusto –musitó el hombre–. ¿Y los ojos de qué los quiere? De vidrio resultará un poco más caro.

–Los quiero de vidrio –respondió Mercedes, mordiendo los guantes.

–¿Verdes, azules o amarillos?

–Amarillos –dijo Mercedes, impetuosamente–. Tenía los ojos amarillos como las mariposas.

–¿Y usted les vio los ojos a las mariposas?

–Como las alas –protestó Mercedes–, como las alas de las mariposas.

–¡Ya me parecía! Tiene que pagar adelantado –dijo el hombre.

–Ya lo sérespondió Mercedes, me lo dijo por teléfono –abrió su cartera y sacó los billetes; los contó y los dejó sobre la mesa. El hombre le dio el recibo.

–¿Cuándo estará listo para venir a buscarlo? –preguntó, guardando el recibo en su cartera.

–No hace falta. Se lo llevaré yo el veinte del mes que viene.

–Vendré a buscarlo con mi marido –respondió Mercedes y salió precipitadamente de la casa.

Las amigas de Mercedes supieron que el perro había muerto y quisieron saber qué habían hecho con el cadáver. Mercedes dijo que lo habían hecho embalsamar y nadie le creyó. Muchas personas rieron. Ella resolvió que era mejor decir que lo había tirado por ahí. Con su tejido en la mano esperaba como Penélope, tejiendo, la llegada del perro embalsamado. Pero el perro no llegaba. Mercedes todavía lloraba y se secaba las lágrimas con el pañuelo floreado.

El día convenido Mercedes recibió un llamado telefónico: el perro ya estaba embalsamado, sólo faltaba ir a buscarlo. El hombre no podía ir tan lejos. Mercedes y su marido fueron a buscar al perro en un taxímetro.

–Lo que nos ha hecho gastar este perro –dijo el marido de Mercedes, en el taxímetro, mirando los números que subían.

–Un hijo no hubiera costado más –dijo Mercedes, sacando su pañuelo del bolsillo y enjugándose las lágrimas.

–Bueno, basta; ya lloraste bastante.

En la casa del embalsamador tuvieron que esperar. Mercedes no hablaba, pero su marido la miraba atentamente.

–¿La gente no dirá que estás loca? –inquirió su marido con una sonrisa.

–Peor para ellos –respondió Mercedes apasionadamente–. No tienen corazón, y la vida es muy triste para los que no tienen corazón. Nadie los quiere

–Mujer, tienes razón.

El embalsamador trajo casi demasiado pronto al perro. Sobre un pie de madera barnizada de oscuro, semisentado, con los ojos de vidrio y el hocico barnizado estaba Mimoso. Nunca había parecido de mejor salud; estaba gordo, bien peinado y lustroso, lo único que le faltaba era hablar. Mercedes lo acarició con sus manos trémulas; lágrimas saltaron de sus ojos y cayeron sobre la cabeza del perro.

–No me lo moje –dijo el embalsamador–. Y lávese la mano.

–Sólo le falta hablar –dijo el marido de Mercedes–. ¿Cómo hace estas maravillas?

Con venenos, señor. Todo el trabajo lo hago con venenos, con guantes y anteojos, de otro modo, me intoxicaría. Es un sistema personal. ¿No hay niños en su casa?

No.

¿Será peligroso para nosotros?preguntó Mercedes.

–Únicamente si lo comen –respondió el hombre.

–Tenemos que envolverlo –dijo Mercedes, después de secar sus lágrimas.

El embalsamador envolvió el animal embalsamado en papeles de diario y entregó el paquete al marido de Mercedes. Salieron con alegría. En el camino hablaron del lugar donde colocarían a Mimoso. Eligieron el vestíbulo de la casa, junto a la mesita del teléfono en donde Mimoso los esperaba cuando ellos salían.

Después de examinar el trabajo del embalsamador, una vez en la casa, colocaron al perro en el lugar elegido. Mercedes se sentó frente a él para mirarlo: ese perro muerto la acompañaría como la había acompañado el mismo perro vivo, la defendería de los ladrones y de la soledad. Le acarició la cabeza con la punta de los dedos y cuando creyó que el marido no la miraba, le dio un beso furtivo.

–¿Qué dirán tus amigas, cuando vean esto? –inquirió el marido–. Qué dirá el tenedor de libros de la Casa Merluchi.

–Cuando vengan a cenar lo guardaré en el armario o diré que fue un regalo de la señora del segundo piso.

–Tendrás que decírselo a la señora.

–Se lo diré –dijo Mercedes.

Aquella noche bebieron un vino especial y se acostaron más tarde que de costumbre.

La señora del segundo piso sonrió ante el pedido de Mercedes. Comprendió la perversidad del mundo ante el cual una mujer no puede mandar embalsamar a su perro sin que la crean loca.

Mercedes era más feliz con el perro embalsamado que con el perro vivo; no le daba de comer, no tenía que sacarlo para que orinara, ni tenía que bañarlo, no le ensuciaba la casa ni le mordía el felpudo. Pero la felicidad no es duradera. Bajo la forma de un anónimo llegó la maledicencia a esa casa. Un dibujo obsceno ilustraba las palabras. El marido de Mercedes tembló de indignación: el fuego ardía en la cocina menos que en su corazón. Tomó al perro sobre sus rodillas, lo quebró en varias partes como si fuese una rama seca y lo arrojó al horno que estaba abierto.

–Que sea o que no sea verdad no importa, lo que importa es que lo digan.

–No me impedirás que sueñe con él –gritó Mercedes y se acostó en la cama vestida–. Sé quién es el hombre perverso que hace anónimos. Es ese tenedor de porquería. No volverá a entrar en esta casa.

–Tendrás que recibirlo. Esta noche viene a cenar.

–¿Esta noche? –dijo Mercedes. Saltó de la cama y corrió a la cocina a preparar la cena, con una sonrisa en los labios. Puso junto al perro el asado de tira, en el horno.

Preparó la comida más temprano que de costumbre.

–Hay asado con cuero –anunció Mercedes.

Antes de saludar, junto a la puerta, el invitado se restregó las manos, al tomar el olor que venía del horno. Después, mientras se servía, dijo:

–Estos animales parecen embalsamados –miró con admiración los ojos del perro.

–En China –dijo Mercedes–, me han dicho que la gente come perros, ¿será cierto o será un cuento chino?

–Yo no sé. Pero en todo caso, yo por nada del mundo los comería.

–No hay que decir "de este perro no comeré" –respondió Mercedes, con una sonrisa encantadora.

–De esta agua no beberé –corrigió el marido.

El invitado se asombró de que Mercedes hablara con tanto desparpajo de los perros.

–Tendremos que llamar al peluquerodijo el invitado, viendo la carne con cuero donde asomaban algunos pelos y, riendo a carcajadas, con una risa contagiosa, preguntó–: ¿La carne con cuero se come con salsa?

–Es una novedad –contestó Mercedes.

El invitado se sirvió de la fuente, chupó un pedazo de cuero untado con salsa, lo mascó y cayó muerto.

–Mimoso todavía me defiende –dijo Mercedes, recogiendo los platos y secando sus lágrimas, pues lloraba cuando reía.